jueves, 15 de octubre de 2009


Este óleo pertenece al magnífico y eterno Guayasamín, uno de los mejores muralistas que ha dado nuestra América Latina (ecuatoriano)


YA NO ERA ÉL (así encontré a quien fue mi padre)

Salió corriendo,
tan de prisa iba la niña en su interior
que la mujer sintió que su cuerpo
era arrastrado por un torbellino
contenido durante años.
La sangre apenas le irrigaba
las manos pálidas y temblorosas.
El viento arenoso le cortaba la piel,
el cielo estaba gris y tajeado,
pero la pequeña avanzaba
desde dentro
imperturbable.
Nada la podría detener esta vez,
ni siquiera ella misma
que ya siendo mujer,
con los ojos asustados,
emprendía casi sin aliento
un largo camino que concluiría
más allá de la cementera de km 8.
Temblando en el interior del colectivo,
el olor agrio del petróleo
hundió a la mujer en sus recuerdos
y en un instante sus pies dejaron de tocar el piso.
Ya no había retorno,
era completamente pequeña otra vez.
A su derecha la figura de aquel galpón,
eterno y solitario en la cima,
desteñido por el paso del tiempo.
La niña, sentada en la butaca,
se materializaba más y más,
a medida que las ventanillas
le devolvían aquel paisaje antiguamente vivido.
Llevaba un vestido de hilo blanco,
tejido a crochet,
los soquetes cortos
y los zapatos negros no rozaban el suelo.
Todo era tan nítido, tan real….
como el antiguo pino que aún se inclina
sobre el tambo gris de don Yiyo,
allá arriba,
en ese monte,
donde el viento transforma a los árboles,
que osan crecer,
en manos dobladas y vencidas.
La mujer vio esa mañana ventosa,
hundir sus huellas por calles de piedra,
sin control sobre sus movimientos.
Llegó temblando,
con los zapatos empolvados,
tocó el timbre,
entonces el portón de hierro se destrabó
y poseída entró sin parpadear.
Alguien le señaló una habitación,
su respiración se cortó
y la sangre se le espesó,
hasta que cruzó aquel umbral.
Un frío y certero golpe
le ahuecó el pecho en seco.
Él estaba sobre la cama.
La niña cerró los ojos,
y se quedó inmóvil junto a la cabecera.
Tal vez la pequeña no quería mirarlo
o lo veía hacia dentro,
tal como lo recordaba,
iluminado por un retazo de sol
que bajaba del tragaluz
hasta su camisa blanca,
dormido,
joven,
hermoso,
fuera del tiempo y del espacio.
Porque en aquel rostro
no quedaban vestigios
que permitieran identificar
al que se esperaba encontrar.
Su boca… no era su boca,
esa estaba hundida,
como la de un anciano desdentado.
Su nariz … tan distinta,
sobre ese perfil afilado,
condenado al no regreso.
Su camisa,
ahora era sólo una gastada chomba de piqué,
verde claro,
con manchas de lavandina.

Todo huesos,
piel pálida,
amarillenta y finita.

Sus manos….tampoco eran sus manos,
esas eran horribles,
eran las manos de la raquítica muerte,
las uñas escamadas.
Su figura incompleta,
sin piernas,
mutilada,

ocupando poco espacio
sobre esa despintada cama de metal.
Sólo esa cicatriz de la juventud,
tatuada eternamente sobre su labio superior,
sólo ese lunar sobre la mejilla,
sólo la forma de las cejas,
a pesar de la blancura de un tiempo acelerado,
permitieron que la mujer,
reconociéndolo,
cayera de rodillas
junto a ese maltrecho camastro,
y descargara de una vez
toda esa pena salada
por tanto tiempo contenida.
Ante aquel llanto,
él abrió los ojos.
¡Sí! eran los suyos,
aunque sin brillo,
secos.

La mujer apenas se vio en ellos.
Él esbozó una desorientada mueca,
un intento de sonrisa apagada,
que sólo puso al descubierto
un par de encías desoladas,
con unos pocos trozos de dientes
destruidos y oscuros,
como esos días,
sin dudas los últimos,
en aquel alejado y polvoriento geriátrico.
-¿Quién es?- susurró
-Tu hija- le contestó la mujer.

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